Haruki Murakami (I).





Sputnik mi amor.






La noria se aproxima al suelo. Despacio.

Se dispone a abrir la puerta y bajar. Pero la puerta no se abre. Recuerda que está cerrada con llave. Busca con la mirada al viejo de la taquilla. Pero éste no aparece. Las luces de la taquilla están apagadas. Va a llamar a alguien. Pero no se ve a nadie a quien pueda avisar. La noria emprende de nuevo la ascensión. “¿Qué hago ahora?”, piensa. Suspira. “¿Qué debe de haber pasado? Seguro que el viejo ha ido al lavabo o a algún otro sitio y se le ha pasado el tiempo No me queda más remedio que dar otra vuelta.”
“No está mal”, se dice. Le basta con pensar que gracias a que aquel pobre hombre chochea, podrá dar una vuelta de más. “Esta vez sí voy a localizar mi apartamento”, decide Myû. Sujeta los anteojos con ambas manos y se asoma a la ventanilla. Como ya conoce la dirección y la posición aproximadas, esta vez encuentra la ventana sin dificultad alguna. La ventana está abierta y la luz encendida (detestaba volver a una habitación a oscuras y tenía, además, la intención de regresar en cuanto acabara de cenar).
Contemplar la habitación donde vives desde lejos con unos anteojos tiene algo de extraño. Te sientes incluso culpable por estar espiándote a ti mismo. Pero yo no estoy ahí. Es algo natural. Si pudiera, me gustaría llamar. Encima de la mesa, hay una carta a medio escribir. Myû querría leerla desde donde está. Pero, como es lógico, no todo se distingue con tanto detalle.
Pronto, la noria alcanza el cenit y emprende el descenso. Baja un poco, pero de súbito se detiene con estrépito. Myû choca violentamente con el hombro contra la pared, los anteojos están a punto de caérsele al suelo. El motor que hace girar la rueda se detiene, un silencio antinatural cae sobre los alrededores. La animada música que hasta hace unos instantes sonaba como telón de fondo ha cesado. Las luces de la mayoría de las casetas se han apagado. Myû aguza el oído. Nada se oye aparte del susurro del viento. Silencio absoluto. Ninguna voz invitando a la gente, ningún chillido alborozado de niño. Al principio le cuesta entender qué ha sucedido. Pronto lo comprende. Me han dejado aquí dentro.
Se inclina por la ventana entreabierta y mira de nuevo hacia abajo. Se da cuenta de que está a una altura formidable. Piensa en gritar. En pedir ayuda. Pero, antes de hacerlo, comprende que nadie la oirá. Es demasiado alto, está demasiado lejos del suelo, su voz es demasiado débil.
“¿Adónde habrá ido el viejo? Seguro que está bebiendo”, piensa Myû. Aquel color de cara, su aliento, la voz ronca… No hay duda. “El hombre estaba borracho, ha olvidado que yo he subido a la noria y ha apagado las máquinas. Ahora debe de hallarse en algún lugar, bebiendo cerveza, o ginebra, y volverá a emborracharse y a olvidarse de todo.” Myû se mordió los labios. Quizá no pueda salir de aquí hasta mañana al mediodía. O quizás al atardecer. ¿A qué hora abrían el parque de atracciones? No lo sabía.
[…]
Con los anteojos, recorre de manera circular el edificio. Al dirigir de nuevo la mirada hacia su ventana contiene, sin darse cuenta, el aliento. Tras la ventana de su dormitorio ve a un hombre desnudo. No hace falta decir que primero piensa que se ha equivocado de habitación. Mueve los anteojos arriba y abajo, a derecha y a izquierda. Pero aquélla es, sin duda, su habitación. Tanto los muebles y las flores que hay en el jarrón como los cuadros de la pared son los mismos. El hombre es Fernando. Sin duda. Fernando está sentado en la cama de Myû, completamente desnudo. Su pecho y su vientre están cubiertos de vello negro, y su largo pene cuelga flácido como un animal inconsciente. ¿Qué diablos está haciendo ese hombre en mi habitación? Su frente se perló de sudor. ¿Cómo ha podido entrar? Myû no lo comprende. Se enfada, se aturde. Aparece una mujer. Llevaba una blusa blanca de manga corta y una falda corta de algodón azul. ¿Una mujer? Myû sujeta con fuerza los anteojos, agudiza la vista. Era ella.
La mente de Myû quedó en blanco. Yo estoy aquí, contemplando mi habitación con los anteojos. En la habitación, también estoy yo. Myû enfocó una y otra vez los anteojos. Pero aquella mujer, por más que mirara, seguía siendo ella. Va vestida de la misma forma. Fernando la abrazó, la condujo hasta la cama. Besándola, desnudó dulcemente a la Myû que estaba en la habitación. Le quitó la blusa, le desabrochó el sujetador, le quitó la falda, los labios pegados a su nuca, le acarició los pechos envolviéndolos en la palma de su mano, estuvo acariciándolos un rato, le quitó las bragas con una mano. También éstas eran idénticas a las que llevaba Myû. Se quedó sin aliento. ¿Qué diablos estaba sucediendo?
El pene de Fernando se ha puesto duro sin que ella se haya dado cuenta, ahora está erecto como un palo. Un pene enorme. Jamás había visto uno tan grande. Él toma la mano de Myû, hace que lo agarre. Fernando acaricia cada centímetro del cuerpo de Myû, la lame entera. Invierte en ello mucho tiempo. La mujer no lo rechaza. Ella (la Myûde la habitación) se abandona a sus caricias, parece gozar de estos instantes de deseo carnal. De vez en cuando alarga la mano, acaricia el pene y los testículos de Fernando. Le ofrece sin reservas todo su cuerpo.
Myû no podía apartar los ojos de esa extraña escena. Se sentía morir. Tiene la boca completamente seca, no puede tragar saliva. Le daban ganas de vomitar. Todo estaba exagerado de manera grotesca, como una pintura alegórica medieval, todo rezumaba malicia. Myû pensó: “Me están mostrando esta escena adrede. Saben muy bien que los estoy mirando”. Pero no puedo apartar la vista.
El vacío.
¿Qué sucedió después?
Myû no se acuerda de nada más. Sus recuerdos se interrumpen en este punto.
-          No me acuerdo –dice Myû. Habla en voz baja, cubriéndose la cara con las manos-. Sólo sé que era horrible. Yo estaba ahí, mi otro yo allá, y él, Fernando, le hacía de todo tipo de cosas a mi yo del otro lado.
-          ¿Todo tipo de cosas? ¿Como cuáles?
No me acuerdo. Todo tipo de cosas. Mientras estuve encerrada en la noria, le hizo lo que quiso a mi yo del otro lado. A mí el sexo no me daba miedo. Disfrutaba de él con libertad. Pero lo que vi allí era distinto. Eran actos obscenos, absurdos, tenían como único objetivo envilecerme. Fernando ponía en juego todas sus destrezas, se servía de sus gruesos dedos y de su gran pene para mancillarme. (Pero mi otro yo, el yo del otro lado, no parecía darse cuenta de que lo mancillaban.) Y, al final, incluso resultó no ser Fernando.
¿Qué ya no era Fernando? Miré fijamente a Myû. Si ya no era él, ¿en quién diablos se había convertido entonces?
No lo sé. No me acuerdo. Pero al final ya no era él. O quizá no lo había sido desde el principio.

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