Ensayo sobre la soledad


La soledad es puntiaguda, un espejismo de fantasmas sin rostro, un velo invisible de tristeza.
No nacemos solos, lo hacemos en el frío de unas sábanas azules y personajes con antifaces que cubren su verdadera identidad, hasta llegar a los brazos del amor más puro, el que nunca miente, al que nunca le falta amor para darte.
La muerte obra igual si la vida nos recompensa, de lo contrario, la soledad es la única compañía en el último suspiro de existencia.
A veces el miedo a la soledad nos deja la marca de una despedida que no te atreviste a encarar en el borde de una cama sin mañana, y llevamos ese tatuaje de culpa por el resto de la vida.




La soledad es algo muy de uno. 

Uno está donde quiere estar; uno está en el abrazo del que no te suelta, en el beso de una noche sin luna, en la mirada que te refleja, en la palabra que espanta tus monstruos mas oscuros, sin eso, eres pura soledad.

La soledad es un decreto personal, el espacio donde se besan la fortaleza y la vulnerabilidad, es el libro con final abierto, es la ráfaga de viento a sotavento, el ocaso de un delirio, la puerta franca al laberinto de los espejos rotos de la vida. Muchas veces escogemos estar solos para revisarnos, para sanar, para escribir una nueva página en blanco, sin ruido, sin prisas, en el silencio de nuestras grietas. Romperse y repararse, eso también es la soledad.

Cálida, feroz, incisiva como un colmillo hambriento, suave como una nube, atroz como una herida de un amor cobarde en el fondo del mar, así es la soledad, un catálogo de sensaciones, un mapa sin tesoro, una huida de sangre en el banco de las bóvedas vacías.




Cuando uno está solo, la lluvia es muda, moja más de lo normal y no se seca porque eres impermeable a las tormentas, te conviertes en tu propia lluvia, una lluvia incapaz de humedecer la madera seca que llevas adentro.

He visto en los ojos de otros la soledad mas desgarradora, la esperanza mas desoladora, he bajado mi cámara para extasiarme con su cruel belleza. Unos ojos solitarios son el pozo más profundo que puedes observar. Razón tenía Nietzsche sobre el abismo; la soledad de los otros es un caldo de cultivo para saltar al vacío.

Hay gente feliz con la soledad, hablan con gatos, cuelgan persianas, ojean libros amarillos, resuelven crucigramas imposibles, se cuelgan de la viga de los sueños, anhelan, buscan esquinas dónde sentirse seguros, juegan con columpios sin niños. No esperan, solo existen. He conocido lo mejor de ellos en soledad, he conocido lo peor de ellos en compañías disfrazadas de bienestar. No es lo mismo huir de la soledad que conseguir compañía, el primero es un suicidio, el segundo es la fortuna del azar.

Cada quien busca su propia soledad, abre espacios, trepa silencios, pregunta a las voces mudas de la almohada, a la lápida de los ausentes, prende velas, pronostica ocasos. La fe de vida de la soledad es el espejo húmedo sin foco, el testigo silente, la forma convertida fondo, la mirada convertida en respuesta.



Muchas veces la soledad está marcada por bordes indefinidos, resbalosos, acéfalos de sustancia y de espíritu, escrito en primera persona del singular, no conoce de verbos con labios ajenos, carece de piel y de rasguños. La soledad no se hace responsable de nada, ni siquiera del benefactor, del transeúnte de sus entrañas. La soledad es todo aquello que te sucede en silencio, el pensamiento del dolor y de su virtud. Es terca, insistente, busca pasados, los desgrana, carece de futuros, los aniquila.

Uno no escoge a la soledad, es ella quién te escoge a ti.




Existen tres tipos de soledad; la crepuscular, cuando todos los afectos se han ido, el otoño de las raíces. Es quizás el más feroz, porque apaga todas risas del pasado, el plato sin acompañante, la copa vacía, un teléfono que mira con ojos de silencio, un álbum de fotos del olvido.
La segunda es la soledad del abandono; los hijos que se van, el amor que hace las maletas y te deja una nota legal en la cocina. De este, usualmente se sobrevive con el tiempo dejando migas de nostalgias en la piel y una tristeza hueca en la mirada.
El tercero es el asumido, al que se llega por elección propia, sin daños a terceros; un choque frontal contra uno mismo. Es un retrato poroso, una composición cuyo sujeto principal no puede verse, está ahí, invisible ante el azar de los despojos.

Toda soledad lleva una historia que contar, la noria de nuestra existencia, el baúl del silencio.



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